jueves, 13 de mayo de 2010

LOS SUEÑOS QUE ME SUSURRA EL VIENTO (PARTE II)

II


Hemos iniciado un nuevo año y me acuerdo que, así como en 2007, empiezo como un desempleado más. Si bien tengo tranquilidad por el ahorro que tengo para estas semanas, veo el calendario y empiezo a sentirme presionado por la ausencia de un claro horizonte laboral. Si por lo menos fuese conciente de mi verdadera vocación, podría por lo menos saber donde buscar: Las investigaciones urbanas y el tema de los medios de comunicación comunitarios, parecen ser buenos espacios para desarrollar mi pensamiento sobre la vida y el mundo, pero a pesar de todo, me siento extraviado al observar la forma como entendemos lo que es trabajar, lo que es el pensamiento científico, e incluso acerca de lo que hay más allá de esta efímera existencia. Es demasiado tentador ese abismo y lanzarse en él para volar entre divagaciones existenciales que pueden desviarnos de la necesidad de atender la inmediatez de la vida cotidiana y es eso lo que hace que me despabile y escuche el discurso del primer vendedor que se sube al bus.


Después de tres vendedores y de comprar una chupeta, mi imposibilidad para dormirme en el bus, hace que caiga en un estado de trance, observando las montañas rellenas de barrios donde viven cientos de personas. Todas las veces que visitó a Adriana, veo este paisaje tratando de descubrir algo nuevo en él, a pesar de que mi vista no es lo suficientemente aguda, espero poder ver algún nuevo detalle, una casa recién construida, una calle recién pavimentada, pero no, parece siempre lo mismo: un paisaje que a veces tiene como telón de fondo un azul profundo y en otras un gris triste. Sin embargo, el paisaje cambia y sus efectos acumulados ya son sentidos por todos nosotros.


He visto pasar el río Tunjuelo a la altura del barrio San Benito. El olor de las curtiembres no era tan fuerte esta mañana, probablemente ya había pasado la hora crítica y las aguas tranquilas de este río transportaban una cantidad menor de venenos hacia el mar, venenos que visitarían las riberas del río Bogotá y el Magdalena, como un carnaval de la muerte acabando con todo lo que fuese tocando a su paso, en especial los peces que estarán más costosos en la próxima semana santa. El bus entre paradas y arranques iba más bien vacío, era una hora valle, en la cual no hay mucho que llevar, razón por la cual aceleró sometiéndonos a un mayor movimiento y una rápida progresión de barrios trepados en la montaña, surcados por escaleras que parecen llevar al cielo y del otro lado la construcción del Hospital de Meissen y las explotaciones realizadas por Holcim y Cemex en la cuenca del río Tunjuelo. Después vino la vista del cerro de las tres cruces y me acorde de la propuesta por subir y llegar hasta su cima, vimos también el mausoleo donde un grupo de familiares escuchaban una misa elevada por el alma de algún mortal. Luego volvimos a cruzar el Tunjuelo, pero esta vez frente a la entrada del relleno de Doña Juana, a donde cientos de camiones llenos de la basura que producimos, llevan su contenido para depositarlo en las laderas de estas montañas que en otros tiempos fueron sembradas con papa por los campesinos de esta fría sabana de Bogotá.


Al girar a la derecha, el bus entra en el barrio la Aurora y prosigue su ascenso vertiginoso hacia Santa Librada. Mi madre me señala una casa que le parece horrorosa y me pongo a pensar en como habría sido esta montaña antes, verde y llena de cultivos, para luego dar paso a lotes sin servicios, con facilidades de pago y promesa de compraventa. Un barrio con calles de polvo o barro, con viviendas pegadas a la topografía como por arte de magia y que luego con la legalización y mejoramiento barrial, llegan a ser el albergue de muchas familias que han salido de pobres por sus propios medios y hoy tienen viviendas de tres pisos, locales comerciales y automóvil, bajo el signo del ahorro y de vez en cuando del crédito bancario. Santa Librada es tan comercial como Patio Bonito y me imagino las estadísticas sobre precios del suelo y estudios hechos por economistas como yo, versus las vivencias diarias de quienes usan esos espacios como consumidores, productores o comerciantes de los objetos que calman nuestros deseos y necesidades.


Sé que es muy tarde, imagino a mi princesa esperándonos en Usme, pero mi mamá me señala hacia la esquina donde se encuentra la tienda. Vemos como don Jesús y doña Faustina miran hacia la avenida, trato de confirmar si ella y su hermana Jackie están en el andén y mi corazón se alegra al confirmar que suben a nuestro bus. Es una clara muestra de azar, de lo impredecible, de la suerte, de lo inexplicable, como ese día que mire sus ojos por vez primera y me quede escuchando su voz. De la ocasión en que seducido por su alegría decidí besarla y proponerle que fuera mi novia, sin importar que le llevara 11 años. Hace más de 16 meses que salte al vacío y me arriesgue a experimentar esta sensación de amar y ser amado y cada vez que estrecho su mano, que veo sus ojos o que me acaricia, siento que no hay nada más importante en el mundo que ella. Siento que por fin he visto cumplido mi deseo de ser normal, de poder compartir mis ilusiones sobre el futuro con una mujer a la cual -antes que mi amante- vea como mi amiga y me sienta tranquilo desahogando esta ternura y sensibilidad que por muchos años pretendieron arrancarme bajo el discurso de una masculinidad hosca y machista.


Al saludarlas, no nos queda más que seguir viendo el paisaje. Después de La Marichuela, cruzamos la Boyacá y proseguimos entre barrios como Monteblanco y el Oasis. Hemos visto la estación de policía y le hemos mostrado a Nani, un dibujo sobre un muro, donde un señor le dice al lector “Vecino por quini”. Muchas veces nos hemos subido al bus por la mitad de lo que vale el pasaje y en Usme es una costumbre dada la distancia que media aún entre el pueblo y algunos barrios de la localidad. Nos reímos y celebramos el ingenio popular reflejado en el territorio y observamos las viviendas del proyecto Nuevo Usme. Ya es hora de bajarnos del bus.

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