Aquella tarde el cielo se había
puesto bastante oscuro y mientras miraba por la ventana hacia los cerros de
Bogotá sintió correr por su mejilla una lágrima que se atascó en su boca. Así
como esa gota de agua que se atasca en el vidrio pero que por su propio peso
termina cayendo y arrastrando a otras en su caída, así es como las malas
noticias desencadenan una oleada de recuerdos que se van agolpando en el
cerebro y que no dejan de doler en el corazón.
Ya no recuerda la última vez que
caminó con él. Tantas caminatas por el mundo, un verdadero trotamundos que
nunca dejó de sentirse fascinado por los paisajes que ofrece este planeta. Una
aventura que según le contó alguna vez había iniciado de niño cuando visitaba a
sus familiares en el campo colombiano y solía agarrarse de la cola del caballo
para no perder el paso. Caminos de piedra, un mundo que parece inmenso cuando
se es niño, que cautiva y genera esa pasión que lo había llevado a soñar con
recorrerlo hasta el último de sus días.
Ha comenzado a llover torrencialmente
y Bogotá se sumerge en ese caos de calles inundadas y de alcantarillas tapadas.
Pero lo que llama la atención de Claudio no es eso, son sus pensamientos que se
sumergen recordando aquellas ocasiones en que toda la familia se subía al carro
para salir de esta ciudad y respirar un aire más limpio. Recuerda el día que su
padre lo llevó a conocer Chingaza y tuvieron la posibilidad de ver la laguna de
Iguaque. Sentado mirando hacia la laguna no podía dejar de sentir miedo frente
a ese silencio que era roto por el viento que arrastraba a las nubes hacia el
Páramo.
¿Cuándo dejaron de caminar juntos?
¿Qué sucedió para que esas aventuras quedaran congeladas en el tiempo? No
quiere pensar en eso y mientras se prepara un té decide abrir el baúl de los
recuerdos. La fotografía muestra a un niño abrazando a un hombre, están en la
cima del Cotopaxi, en Ecuador. A sus espaldas un letrero informa de la altura
máxima alcanzada por dos exploradores que sienten ese placer de alcanzar la
cima. Se sienten invencibles y otra lágrima se desliza por su rostro mientras
lee aquel mensaje escrito al respaldo: en la vida lo más importante no es el
destino sino el viaje.
Una sensación de indefensión ataca
sorpresivamente a Claudio quién se tumba sobre el sofá mientras un relámpago
destella a lo lejos sobre el pararrayos de algún edificio. Recuerda aquella
conversación. En la vida somos simples caminantes que vamos recorriendo
territorios desconocidos, que nos sorprenden, nos maravillan o nos aterrorizan,
pero, solemos encontrar otros caminantes que nos ofrecen su compañía, su
amistad incluso el calor de sus cuerpos y en ese vagabundear se nos va
alegremente la existencia. No podemos quedarnos sentados mirando la vida pasar,
es necesario atar nuestros cordones y hacer nuestra maleta lo más ligera
posible, vivir el presente, elegir los desvíos y disfrutar incluso de nuestros
cambios repentinos de destino. El sol tarde o temprano volverá a salir y los
pájaros cruzarán el cielo en busca de su nido.
Claudio piensa que su padre, ese
eterno caminante que tanto admiró, ha decidido seguir su camino explorando
ahora el universo. Sus pasos lo habrán de conducir por planetas desconocidos y
terminará convirtiéndose en una estrella. Cuando sea el momento de reemprender
su caminata Claudio sabe que no estará más solo y que desde el cielo la
compañía de esa persona que tanto quiso estará ahí para continuar acompañándolo
en su propio viaje.