martes, 7 de diciembre de 2010

PATER ET FILIUS


I
Amanece lentamente en Bogotá. La luz se va colando por las ventanas y el frío se mantiene. Ese color gris, que hace de ésta, una ciudad triste y cabizbaja que mantiene en silencio las preocupaciones de hombres como él, que llevan toda una vida madrugando para encender el motor de su vida y transitar por las calles, buscando un destino vacío de toda felicidad.
Los gallos cantan en la madrugada, pero este no es el campo, donde vivió su infancia. Es una fea ciudad, donde las calles sin pavimentar, están colmadas de ese barro que mancha los viejos zapatos que son débilmente lustrados por sus hijos. Un barro, que tardará en secarse y que quedara convertido en polvo, debajo de los pedales del freno y el acelerador.
Mientras se toma el primer tinto del día y enciende su cigarrillo, inspecciona las sillas y revisa las llantas, no quiere que en el primer viaje del día, una pinchada arruine la jornada. Ha sacado la buseta del improvisado garaje que tiene en el casa-lote donde vive. Mete el cambio y arranca una vez más como en los últimos 32 años hacia el paradero, donde muchas personas esperan llegar temprano a sus lugares de trabajo. Una rutina que aja su piel, cuarteada por la gasolina y las tristezas que se viven a diario cuando se está sumergido en la pobreza.
Las noticias en la radio no son nada alentadoras. Los barrios de la capital son cada vez más inseguros, o por lo menos eso dicen los periodistas, pero en realidad, él sabe que siempre ha sido así. Cuantas veces han tenido que lidiar con ellos. Recuerda aquel ladrón atrapado robando un monedero y la golpiza recibida por la gente que quería cobrar justicia por su cuenta. Recuerda también la época en que robaban a los conductores y el negocio de cabinar los carros como protección. Una protección que ha sido denunciada por los pasajeros que quedan en una situación de indefensión cada vez que los malandros deciden atacar. Cuando se estrenaron los motores diesel, la inseguridad llevo a que cada parte de una buseta estuviese contramarcada tal como sucede con los vehículos particulares. Definitivamente, el pasado no ha sido mejor y por eso al escuchar las noticias siente que el tiempo no se ha movido y que esta en un presente infinito, en una ruta circular donde no hay comienzo ni final, solo un transitar eternamente.
Una maldita rutina que se olvida con la cerveza. Eterna compañera que más de una vez dinamitó las peleas con su primera cónyuge. Es la única forma de olvidar esta mierda y de caer en un profundo letargo que se borrara al día siguiente con las necesidades de seguir sosteniendo a una familia que creció  en poco tiempo y que no se cansa de pedir dinero, para poder comprar un cuaderno, un lápiz o para poder ir a un internet para conseguir la tarea. Una familia que se ha acostumbrado a dormir hacinada en una pieza, pues los sueños de una vivienda propia, se desvanecieron como el humo de un cigarrillo.

II
Permanece dentro de la buseta. Está lloviendo y son las 10 de la noche. No ha podido salir de ella, para poder desvararse. Sabe que no hay otra opción. Cuando era joven, había tenido que permanecer solo en la carretera, esperando la ayuda de algún camionero que le enseñara y fue así como se hizo un especialista en mecánica. Hoy, los jóvenes deben tener bachillerato y cursos del SENA y carecen de la experiencia que él ha logrado acumular. Sus manos se engrasan, se ensucian y tiene que lavarlas con gasolina. Ojala fuera así de fácil con sus hijos, pero los seres humanos no son máquinas, por más que en su lenguaje predominen las comparaciones, la autonomía que tienen es algo que dificulta conducirlos por la vía adecuada.
¿Qué puede hacer? Se pregunta una y otra vez. ¿Porque a él? En el paradero se han contado varias historias similares. Muchachos que crecen solos y que terminan mal. Algunos se vuelven delincuentes, otros drogadictos y los que mejor futuro logran terminan como choferes, replicando una vez más esa trampa de la pobreza. Llenando sus cuerpos de cerveza y tabaco, de fe y esperanza pasajeras, esos jóvenes pronto serán padres y el motor volverá a encenderse para llevar a cientos de almas por las autopistas que cambian de nomenclatura constantemente, extraviando a quienes han recorrido las venas de este corazón que se infarta con tanta congestión.
Una varada tras otra y un patrón que sencillamente espera poder chatarrizar el vehículo, pues la modernización del transporte no da espera. Para ese conductor sin embargo, el tiempo se ha quedado congelado, cada vez está más arrinconado, más excluido. Es difícil el cambio, como difícil la pensión. Es una muerte lenta y dolorosa, como un cáncer, porque mientras más buses articulados corren entre estaciones, menos espacio queda para busetas que como esa están desahuciadas, conducidas por hombres que tienen miedo a enfrentar una vida sin sus adoradas máquinas.
Una vida que lo sobrepasó y que no le brindó mayores expectativas que las de seguir tomando cerveza, para hablarle a cualquier desconocido acerca de sus experiencias pasadas y de las mujeres que cayeron rendidas ante su atractivo. Una vida, caracterizada por las rutas en las cuales trabajó, los modelos de los vehículos que condujo o el número de pasajeros que transportaba y que no han dejado de disminuir a lo largo de estas décadas.
III
Otro día más. Se despierta y después de ducharse, calienta un tinto mientras sus hijos duermen. Enciende un cigarrillo y revisa la buseta, asegurándose que todo este en correcto orden. Espera que el día sea bueno, para poder pagar el arriendo. Entre los chistes de sus compañeros, entre los semáforos y los carros conducidos por elegantes mujeres y acompañado de las noticias de la radio, mira este mundo transcurrir a través del retrovisor. Preso del estrés hace sonar su pito en el trancón y se alegra cuando lo ve en la calle. Él se sube y cruza la registradora para sentarse a su lado y conversar mientras aprovechan esa pequeña coincidencia de destinos.
Le cuenta a su hijo del trabajo, también le habla de algún compañero –a los cuales siempre les ponen apodos- de la empresa y de las varadas que son cada vez más frecuentes. Por su parte, él lo escucha y le cuenta también de sus experiencias. Escucha atentamente acerca de la universidad donde él trabaja y de las cosas que hace un profesor de pregrado. No entiende porque esa obsesión de seguir estudiando, mucho menos sabe para que es un doctorado y porque debe hacerlo fuera del país, pero sabe que este hijo ha logrado salir adelante y eso lo hace muy feliz.
Ambos recuerdan cuando trabajaron juntos: Al salir de clase en la universidad, su hijo lo esperaba en alguna avenida de esta ciudad. Esperaba a veces horas y horas y en algunas ocasiones ese encuentro se frustraba. Él recuerda que no había teléfonos celulares y que solo podía enviar sus mensajes con los otros choferes -estaba varado o ya había pasado por ese sitio donde era la cita-. Por la noche podían comunicarse y al día siguiente volvían a ponerse una cita y la rutina tendía a reproducirse.
Recordaron también el accidente, las varadas compartidas y la economía del paradero que alguna vez su hijo escribió en un periódico del barrio, cuando había mucha agitación por la inauguración del sistema Transmilenio. Ahora, este hijo ya no puede acompañarlo, ni hacerle las cuentas cada noche. Ahora transita solo en la buseta, acompañado a veces por otros amigos, quienes a menudo son conductores desempleados que buscan en sus ex -compañeros algo de ayuda mutua.
Claro, también recordaron esos momentos en que conversaban en las cantinas del barrio o en la tienda del paradero tomado cerveza. Su hijo, estaba harto de aquellas personas que se burlaban o hablaban mal de los choferes y tuvo que aprender a convivir con esa hostilidad no solo en la Nacional, sino también en los Andes. La quema de buses, los robos de los producidos, los insultos de los usuarios del transporte siguen presentes, según le cuenta su hijo, quién se ha acomodado mientras extiende su mano para cobrar el pasaje y dejar que él, use el pito para presionar a otro chofer que se demora en arrancar. Su hijo, como siempre le reitera una vez más lo orgulloso que se siente de tenerlo como padre y él decide en ese momento acelerar una vez más para alcanzar cruzar esa avenida y dejar atrás ese trancón.  
Le ha prometido volverlo a acompañar un día en vacaciones pero siempre se le olvida. Además le ha preguntado por el sistema integrado de transporte, le ha indagado sobre su percepción del Metro y si conoce los estudios sobre el tren de cercanías. Para él todo son amenazas. Que buenos aquellos tiempos cuando tenían el control de la movilidad en esa ciudad ochentera. Había tanta abundancia que podían derrochar sus ingresos en cerveza y mujeres. Nada de eso queda, como un viejo marinero o un dinosaurio, espera esa pensión malograda por años en los que nunca pagó aportes. Su hijo, le cuenta una historia de un escritor Saramago y se siente identificado en la incertidumbre del futuro, cuando se da cuenta de que ya no son tan importantes para la ciudad.
IV
Un silencio aparece entre padre e hijo. Ese silencio que calla pero dice mucho. Así sucedía en el pasado y su hijo piensa en ese momento mirando a través del panorámico, en las ocasiones que quiso sincerarse y compartirle aquellas emociones que sentía por una mujer en la facultad. Pero él, veía el mundo desde otra perspectiva. Rápidamente se despabila observando una chica muy guapa que camina por la acera. Su padre hace sonar el pito en un acto que para ella probablemente solo suscite pena, indignación o indiferencia. Él  se dirige a su hijo y le pregunta si tiene alguna compañera. Nunca lo vio en la universidad con alguna novia pero suponía que era un don Juan y que probablemente sería alguna chica acomodada, pero solo cuando estaban borrachos era capaz de decírselo.  
En realidad, su hijo, vivió una época marcada por la soledad, el desamor, la frustración, la desorientación. Era tal el conflicto personal que ni siquiera confiaba en sus capacidades de alcanzar el grado. Se preguntaba a menudo  si para quienes son pobres y tienen la posibilidad de estudiar en una universidad es posible la superación de ese complejo de inferioridad. Pero él, nunca se enteró de eso, por el contrario nunca creyó realmente que estudiar sirviera y por eso tan pronto se graduó de la universidad le sugirió buscar trabajo en la empresa de buses. Tal vez allí podría ser despachador y tener un mejor futuro que él. Pero su hijo no aceptó y ahora es profesor universitario.  Y ahí está, en su lucha por conseguir la libertad. 
El viaje está malo, la buseta no se ha llenado y tal parece que hay otro trancón más, otra vez, llegará tarde a la casa, otra vez llegará y verá a sus otros hijos dormir o hacer las tareas que no han hecho en la tarde, si por lo menos estos fueran igual de juiciosos al mayor.
Viajar y viajar, cruzar la ciudad de norte a sur, sus recuerdos están asociados a la buseta y los barrios que conoce. Él ha visto cambiar a esta ciudad, ha visto como se da la expansión, como la gente se atreve a vivir en las laderas de montañas inestables o a caminar largas jornadas para llegar al paradero y se da cuenta también de cómo se va volviendo viejo, como el modelo de su buseta, cuando ya no puede ver sin anteojos o cuando descubre que ya no tiene la misma fuerza porque ahora tiene una hernia o porque sus pulmones están repletos de la nicotina de poco más de 3 décadas de trabajo.
Su hijo, cruzó la registradora y se despidió. Ahora lo ve por el retrovisor, cruzando la avenida rumbo hacia la universidad. Continúa su viaje y llega al paradero en Suba. Almuerza y escucha a sus amigos de trabajo, quienes ojean un periódico amarillista cuyo titular habla de algún asesinato en el barrio y de alguna actriz porno y sus habilidades sexuales. Cansado, se irá a acostar en la última silla, l-a que llaman de los músicos- y dormirá un rato mientras le toca su turno de arrancar. En ese pequeño instante, pasan por su mente la imagen de su padre, que perdió a los 7 años cuando vivían en el campo, pasa la imagen de su hermano mellizo quién falleció hace un par de años y finalmente, sus hijos, los que ha tenido con su segunda compañera, los que lo desvelan actualmente. Tiene miedo de dejarlos solos y tiene miedo de que algo les pase. Su paternidad si bien se puede centrar en llevar un diario a la casa, encubre el amor que siente por ellos, un sentimiento que nadie le enseñó como expresar pero que espera que sus hijos puedan sentir y entender.
V
Amanece lentamente en Bogotá. La luz se va colando por las ventanas y el frío se mantiene. Ese color gris, que hace de ésta, una ciudad triste y cabizbaja que mantiene en silencio las preocupaciones de hombres como él, que llevan toda una vida madrugando para encender el motor de su vida y transitar por las calles, buscando un destino vacío de toda felicidad.
Sin embargo, la felicidad existe y lo llena de esperanzas. Coloca en el pasacintas unas buenas rancheras y se dirige hacia el paradero con la energía renovada. Su máquina se encuentra lista para otro día más de rodar y rodar por estas calles. Las personas corren presurosas a su encuentro, él sabe incluso que algunos suplicaran que les deje subir y que muy probablemente alguna bella mujer se sentara a su lado. Una vez lleno el cupo, acelerará y partirá.

Así es esta vida, un ir y venir, un tránsito en medio de señales que nos advierten de nuestras debilidades, de nuestros miedos y de las cosas que amamos. Algunos se dedican a correr deprisa y mueren estrellados, otros van lentamente obstruyendo el camino de los demás, otros intentan ganar la competencia y unos cuantos más desean poder detenerse para mirar el mundo que pasa por el retrovisor e invitar a sus amigos a viajar juntos. Algunos logran viajar en avión o en barco, otros siguen a pie caminando. Otros como él, seguirán trabajando como choferes de bus urbano, esperando que llegue el momento de apagar su motor para retirarse a descansar en esa fría noche bogotana, con la certeza de que mañana sera otro día, tan solo un nuevo día.